TRILOGÍA DE PEDRO:
Canaris, los Bandoleros y los tapados de Painé y Pincén

(II) Pedro y el "tapado".

El tiempo había pasado volando desde que Pedro se encontraba en Bariloche arreglando algunos asuntos particulares y otros de negocios. Las desventuras durante su viaje de Buenos Aires al Nahuel Huapi y su vivencia una noche de furiosa tormenta en la estancia San Ramón con el enigmático Guillermo contándole cosas, inverosímiles y sin embargo rigurosamente ciertas, sobre el joven Wilhelm Canaris y acerca de los bandoleros Butch Cassidy, el Sundance Kid y Etta Place parecían quedar meses atrás. Sin embargo, aquél interludio nocturno había ocurrido hacía apenas cuatro noches.

Pedro había decidido emprender el regreso de vuelta por la tarde y pernoctar en Catriel o en Veinticinco de Mayo.

Con esta idea en mente se aprestó a hacer una última recorrida por el centro para comprar una caja de chocolates Fenoglio. A lo largo de la céntrica calle Mitre se alineaban como siempre comercios de souvenirs, de tejidos y chocolaterías tentando con sus productos a los turistas, fuere que éstos pagaran en pesos, cruzeiros, dólares, euros o con plástico.

De pronto Pedro pasó por un negocio de un rubro muy diferente. “Alarmas”, rezaba un cartel. “Handys”, “Walky Talkies”, “VHF”, “Detectores de metales”, decían otros stickers.

Pedro registró los mensajes al pasar y continuó caminando. Pero siguiendo una repentina intuición giró 180 grados sobre el taco de su borceguí derecho, volvió sobre sus pasos y se detuvo frente al local de electrónica.

Lo que noches pasadas le había contado Guillermo no lo había dejado dormir. Ahora, al leer el cartelito “Detectores de metales” su mente asoció este aviso con lo que en la estancia San Ramón le habían relatado de los famosos bandoleros norteamericanos.

¿Un tapado de monedas de plata posiblemente enterrado en la centenaria estancia? No hacía falta apelar a la Ecuación Fundamental de Einstein para asociar lo útil que podría resultar un detector en la búsqueda del elusivo tesoro.

Titubeó un breve instante, pero luego entró en el pequeño negocio, muy surtido, limpio y ordenado. Dos muchachos jóvenes estaban asesorando a otros tantos clientes. Un hombre mayor que parecía el patrón estaba parado algo más atrás, atento a lo que ocurría detrás y delante del mostrador.

-¿Lo puedo atender yo?, dijo el señor.

-Al pasar frente a la vidriera vi que también tiene en el surtido detectores de metal, respondió Pedro. -¿Tiene algún ejemplar de muestra o en venta?

El dueño miró a Pedro con atención, luego le dijo:

-Si dispone de un minutito de tiempo, pase a mi escritorio. Ahí adentro podemos hablar más tranquilos sobre lo que le interesa, propuso el anfitrión.

No sin algo de desconfianza, Pedro aceptó y entró en la pequeña oficina.

-Siéntese, - dijo el extraño, -¿Toma algo?

Pedro agradeció. Y, mientras se acomodó en un sillón frente al escritorio, miró a su alrededor. En la pared había fotografías amarillentas de la Bariloche “pueblo” y algunas cartas antiguas junto a mapas topográficas de la región. Sobre la mesa, papeles, lápices, una lupa.

Sentados ambos, el local soltó:

-Usted no es de aquí, ¿verdad?

Pedro echó a reír:

-¿Por qué se da cuenta? ¿Acaso por mi acento porteño?

El de enfrente tomó una pipa de madera de raíz de rosas de Bulgaria y extendió la otra mano para acercar una lata con tabaco Half & Half, hebras largas.

-Pablo es mi nombre, Pablo Petrucelli. Y usted, ¿cómo se llama?, inquirió el anfitrión.

-Yo soy Pedro, respondió nuestro protagonista.

-¡Genial! Pedro y Pablo!, dijo el dueño del local y largó una carcajada. -Seguro que nos vamos a entender.

Y luego de encender la pipa continuó:

-Es que me doy cuenta de que no es local por varias cosas: por las prendas de lana tejida con el marbete “Manualidades Barilochenses” que lleva y que en realidad produce una fábrica textil en Munro y se venden por acá; y por el horrible chocolate que porta en aquella cajita.

Pedro se quedó perplejo ante la perspicacia y franqueza de su interlocutor, quien continuó:

-Y además por su consulta sobre el detector de metales.

-¿Por qué? ¿Los barilochenses acaso no compran ni usan detectores, aunque solo fuere para ubicar alguna cañería embutida en su vivienda?, preguntó Pedro.

-Un forastero en Bariloche que se interesa por un detector viene a buscar algo muy específico, fue la respuesta.

-¿Como qué?, quiso saber Pedro.

-Como por ejemplo una bonanza enterrada, fue la respuesta. -Esta región está llena de historias sobre tesoros enterrados. Existen miles de tapados. Lo que ocurre es que nadie sabe dónde están, dónde buscarlos. Fíjese en la reproducción de esta carta del atlas de Martín de Moussy, año de 1869, donde el famoso cartógrafo francés ubica la “fabouleuse Ville de los Césares” próxima al lago Nahuel Huapi. Adoquines de plata y tejas de oro. Ejemplos como estos abundan, aclaró Pablo.

Pedro asintió con la cabeza y agregó:

-Sí, esta referencia de Moussy es conocida, pero resulta demasiado vaga como para encarar una búsqueda. A mí me interesa otra cosa...

-... ya sé, ya sé, lo interrumpió Pablo. -También dicen que por aquí anduvieron Butch, el Kid y Etta y que enterraron parte de su botín porque las macuquinas y los patacones pesaban demasiado para sus escuálidos jamelgos.

Pablo inhaló una profunda bocanada de su pipa y prosiguió:

-Pero en este caso las búsquedas tradicionales nunca pueden prosperar. GPS, detector de metales, espectrómetros y recursos por el estilo no sirven. Yo desarrollé otro método para rescatar el botín y estoy buscando un socio que comparta conmigo gastos y ganancias.

Pedro movió la mano delante de su cara para alejar el denso humo de la pipa de su interlocutor. Parecía que éste se hubiera envuelto en una niebla artificial como el acorazado Graf Spee para escapar de sus rivales en la mal llamada Batalla del Río de la Plata (que se desarrolló a 500 kilómetros de distancia de la costa).

Experto eximio en el manejo del GPS y del programa OZI Explorer, de imágenes satelitales y de fotografías aéreas tridimensionales, de waypoints y de tracks, de meridianos y paralelos, Pedro se quedó poco menos que estupefacto ante la sentencia del platicador.

-¿Una manera más sencilla y eficaz para encontrar un tapado?, inquirió incrédulo.

-En este caso, sí, replicó el indescifrable extraño de nombre Pablo. -Fíjese aquí, dijo señalando sobre el escritorio una jarra de vidrio con un líquido que parecía ser agua cristalina; -¿Qué es lo que observa?

- Un jarrón con agua, replicó Pedro.

-¿Y qué más ve usted dentro de la jarra?, insistió Pablo.

-Una cucharita.

-Una cucharita especial: de plata pura.

-Una cucharita de plata entonces, redondeó Pedro su repuesta.

-Tal cual. Lo de la plata es muy importante ya que juega un papel preponderante en mi plan de rescate. Porque yo también quisiera exhumar las monedas del asalto al Banco de Londres y Tarapacá en Río Gallegos, aquél 14 de febrero de 1905. Fueron 23.000 pesos que se llevaron: billetes, cheques, giros y muchas monedas de plata y algunas de oro; no es moco de pavo, -se sinceró Pablo.

Pitó dos veces más y continuó:

-Y ahora a mi plan. ¿Sabía que si usted toma un vaso, echa agua y coloca en el mismo una cucharita, una medalla u otro objeto de plata genuina, todas las bacterias y microbios en el líquido se mueren al cabo de no más de media hora? Y esto es así porque, salvo los elementos radiactivos, la plata es un metal bactericida y germicida por excelencia. Si en su casa en vez de tomar ese brebaje que le venden embotellado como agua desmineralizada y esterilizada y no sé qué, coloca en un recipiente agua común de canilla y deja adentro un objeto de plata, estará bebiendo el agua más pura que pueda imaginar.

Pedro miró a su interlocutor con una expresión de incredulidad.

-La clave que yo vislumbré es la siguiente: si los bandidos realmente enterraron su botín metálico en alguna parte de la estancia, el efecto de tanto metal argentífero impediría que en ese preciso sitio crezca un solo gajo de pasto. Porque mataría todas las raíces. Pum. Allí tiene que existir un claro, un redondel totalmente libre de vegetación, de 20 o 30 centímetros de diámetro tal vez. Solo habría que ubicar este preciso lugar, meter pala y exhumar las monedas, remató Pablo.

-Pero para esto habría que recorrer toda la estancia examinándola palmo a palmo para hallar el círculo libre de vegetación. Habría que efectuar un rastrillaje tipo parrilla, yendo y viniendo, hasta recorrer el último centímetro de la propiedad. Tengo entendido que son como 6000 hectáreas. Y el dueño seguramente no permitiría que una o varias personas extrañas recorran el fundo; al fin y al cabo es una propiedad privada

-Precisamente, replicó Pablo. -Estoy buscando un socio para comprar la estancia San Ramón e iniciar una búsqueda sistemática y metódica. Para esto quiero cerrar un joint venture con alguien realmente interesado y solvente.

Pedro miró el reloj, y contestó:

-Realmente brillante su propuesta. ¿Conoce la historia del chancho y la gallina cuando ésta le propuso al cerdo hacer un joint venture para comercializar juntos jamón con huevos?

-No, respondió Pablo, -Cuente, cuente.

-Cuando la gallina le sugirió producir y vender entre ambos jamón con huevos, el puerco se puso loco de contento. Mas al rato, después de pensar un poco, el paquidermo dijo: -Pero si es jamón con huevos ¡me tienen que matar! Entonces la gallina contestó: -Y qué querés, en cualquier joint venture siempre uno de los dos va al muere..

Pedro se levantó y cerró:

-Ahora me tiene que disculpar: quiero llegar todavía hoy hasta Veinticinco de Mayo.

-Está bien, dijo Pablo. -De todas maneras piénselo. Y para confirmar la veracidad de lo que digo, en su casa haga el experimento con la plata en el agua. Bajo el microscopio verá que el agua de canilla está atestada de bacterias como cualquier agua potable, y la “platificada” estará totalmente libre de gérmenes. Incluso ya tengo el título para este emprendimiento: “Plata y más plata”, ¿qué la parece?

Pero Pedro ya no escuchaba estas últimas palabras. Con sus chales de Munro y sus horribles chocolates vernáculos se estaba encaminando rápidamente hacia su SW 5 para emprender el regreso. Aunque esta vez esta vez estaba decidido no pasar frente a la estancia San Ramón.

Camino a la playa de estacionamiento, acertó en pasar frente a una librería. Bajo un cartel Novedades descubrió un libro con el título “Mil Tapados y Tesoros entre el Río Colorado y el Estrecho”, por Pablo Petrucelli, El Elefante Blanco, Buenos Aires.

Pedro echó una maldición poco cristiana y siguió caminando.

F.B. KIRBUS                  

 

FIN

Continúa en: TRILOGÍA III; Pincén, Painé y el dramático fin de un viaje sin desperdicio.