TRILOGÍA DE PEDRO:
Canaris, los Bandoleros y los tapados de Painé y Pincén

(III) Pincén, Painé y el dramático fin de un viaje sin desperdicio.

Desde la playa donde había dejado estacionado su chata, Pedro tomó directamente por la Costanera que bordea el lago decidido, con el tiempo que aún le quedaba, a llegar por lo menos hasta Veinticinco de Mayo, tal vez incluso a Chacharramendi por el Camino de la Conquista del Desierto.

Pasó al lado de la gigantesca morrena a la salida de Bariloche, en el extremo oriental del Nahuel Huapí, testimonio de las sucesivas glaciaciones cuya acción quedó perpetuada en los estratos claramente divididos de los tiempos en que las lenguas de hielo cordilleranas llegaban hasta lo que hoy es la llanura patagónica.

Cruzó el puente sobre el Limay. La RN 237 estaba sin tránsito. La Toyota D/C rodaba de manera tan silenciosa sobre el asfalto que por primera vez Pedro se dio cuenta que al final había hecho un excelente negocio al canjearla por la Discovery que tenía antes para quedarse con el “vuelto”.

El tanque de combustible rebasaba de gasoil y Pedro tenía con eso una autonomía como para llegar casi hasta Santa Rosa. El Anfiteatro, Estancia Chacabuco, Confluencia, el embalse de Alicurá y Collón Curá iban pasando como al vuelo.

Al ronronear de las pantaneras sobre el asfalto, Pedro iba rebobinando recuerdos.

Picún Leufú. Luego Neuquén. Aquí el camino se bifurca: hacia la derecha al Alto Valle del Río Negro, y al Norte hacia Veinticinco de Mayo.

El Alto Valle le traía a la memoria sus tiempos de estudiante cuando durante una temporada con sus compañeros de Agronomía y Veterinaria pasó varias semanas cerca de Cipolletti para analizar la factibilidad de combinar el cultivo de manzanos con la cría de ovejas. Era un antiguo proyecto de los colonos del Alto Valle que analizaba el seminario que integraba Pedro. Parecía realmente tentadora la perspectiva que en las plantaciones se hiciera pacer hacienda ovina de modo de duplicar, poco menos, el rinde de las valiosas tierras. Los estancieros podrían cosechar manzanas y además obtener una entrada adicional con la lana. Un tema interesante, porque las ovejas pacerían en los verdes pastos debajo de los árboles sin dañar las plantas. Pero, finalmente Pedro se recibió de médico veterinario sin que aquél plan de doble aprovechamiento se pusiera en marcha.

También recapituló lo que le había sucedido en este viaje cuando iba a Bariloche: la anécdota con el Almirante Wilhelm Canaris en la Estancia San Ramón, donde también le contaron del paso fugaz de Butch Cassidy, Sundance Kid y Etta Place, y por fin su encuentro en Bariloche con el enigmático Pablo cuando se interesó por un detector de metales.

Pasado Neuquén Pedro enfiló por la RN 151 en dirección a Catriel, tan desierta como la 237. Así pudo mantener un buen ritmo de marcha.

Sin embargo después de pasar por Catriel, cruzar el puente sobre el río Colorado y dejar atrás Veinticinco de Mayo, al llegar al cruce con la RP 20 (que es la denominada de la Conquista del Desierto, de tan mala fama), siguiendo una repentina intuición Pedro no torció hacia el Este sino continuó en dirección Norte. Recordaba que ya un par de veces había hecho un camino sumamente desértico pero muy interesante que 37 kilómetros más allá del cruce tocaba el paraje Puelén. De aquí sale un huellón hacia el NE que pretenciosamente lleva el número RP 18, pasa por un caserío con el presumido topónimo Árbol de la Esperanza, continúa entre médanos y bañados del río Salado o Chadileuvú y finalmente toca Paso de los Algarrobos. De aquí sale otro camino (la RP 14) derecho hacia el Este y termina en Toay, suburbio de Santa Rosa.

Pedro ya había hecho este itinerario varias veces y por suerte tenía el track guardado en su GPS. Cosa muy importante, porque de la huella principal salen incontables sendas y picadas en todas las direcciones por lo que resulta muy fácil extraviarse.

Confiando en esta ayuda satelital, en Puelén Pedro enfiló hacia Árbol de la Esperanza. Tierra suelta, arenales, tembladerales, sí, pero con una 4 x 4 Pedro siempre pudo pasar poniendo Baja y bloqueando los diferenciales.

Sin embargo, las lluvias caídas más al Sur y sobre el piedemonte de la Cordillera está vez habían hecho estragos también en esta comarca donde se tocan los extremos de los departamentos Puelén, Chical Có, Chalileo y Limay. La huella, en otros tiempos por lo menos decente como tal, esta vez estaba convertida en un lodazal que en parte no parecía tener fondo. A menudo los diferenciales y el cárter tocaban abajo, y Pedro debió recurrir a toda su habilidad conductiva para zafar una y otra y otra vez.

No sin preocupación observó que la temperatura empezaba a trepar. Obviamente, era el barro salpicado que tapaba el radiador el causante del alza de la temperatura del agua. Pedro bajó y levantó el capó: ya no quedaba una sola mancha del radiador que no estuviere cubierta de un barro pastoso. Nuestro protagonista se dirigió a la caja para recoger la damajuana con agua que siempre lleva, pero se detuvo con una maldición: donde antes estaba el botellón había un montón de vidrios rotos; la garrafa se había quebrado en uno de los panzazos que dio la chata en un pozo.

Pedro volvió al volante, pero apenas giró el contacto la luz roja del termómetro brillaba como un semáforo. Peligro máximo de recalentamiento de la tapa de cilindros. Y Pedro sin una gota de líquido en medio del desierto. Observando el panorama con las últimas luces del día divisó en la lontananza lo que parecía ser el casco de una estancia. Una construcción importante rodeada por una arboleda. Puso en marcha el motor y lentamente trató de avanzar un tramito hasta encontrar una tranquera. Su GPS marcaba aquí exactamente 36º 54’ S y 67º 02’ O. Un cartel rezaba La Primavera.

Nombre prometedor dentro de su angustiosa situación. El motor se había enfriado un poco, por lo menos como avanzar por tramos. Como a mil metros estaba el casco. Campo lindo, feraz, sin cultivos ni hacienda animal a la vista. Qué raro, pensó Pedro.

En la vivienda principal había luz. Con cuidado Pedro se acercó, cuando de la puerta salió un hombre fornido con una linterna en la mano haciéndole señas de que se acercara a la entrada.

La luz de advertencia de la temperatura titilaba en forma alarmante. Pedro detuvo el motor, abrió el capó y se apeó.

-¿Cómo se atrevió a pasar por aquí, con el camino en semejante estado?, preguntó el dueño de casa en tono de reproche, antes de saludar:

-De todas maneras, buenas noches y bienvenido, continuó. –Si tiene algún problema puede quedarse aquí; mañana soluciona y continúa.

Por segunda vez Pedro se encontró en este viaje con la proverbial hospitalidad de un estanciero.

Embarrado como estaba, Pedro trató de quitarse la suciedad más gruesa de sus botines antes de entrar en la casa.

-Pase, pase, lo alentó el hombre, -Aquí cuando ha llovido el barro es omnipresente. Venga, acomódese y tómese un respiro.

Pedro agradeció y se sentó.

De entre una cortina pesada que separaba el estar de las alcobas asomaron la cabeza y el busto de una mujer, no el cuerpo entero. Hermosa, de unos 45 años estimó Pedro de reojo.

-¿Te traigo algo?, preguntó al dueño, quien le respondió con un -No, gracias querida.

El casco parecía haber sido una edificación señorial, aunque ahora venida un poco a menos.

-¡Qué mansión!, exclamó Pedro admirado.

En la pared había armas antiguas y modernas, estribos, espuelas, frenos, todo de plata genuina; en una vitrina lucía una colección de monedas de plata y de oro. Por doquier se respiraba riqueza sólida.

-Sí, antes La Primavera era la estancia más próspera entre Algarrobo del Águila y el río Colorado. Después tuvimos una desgracia y quedó virtualmente despoblada, sin agricultura ni ganadería. Pero a pesar de todo continúo aquí con la esperanza de resarcirme cuando ubique y logre exhumar el botín de los caciques pampeanos que debe estar en alguna parte, concluyó.

Pedro paró las orejas. Porque en sus investigaciones había asimilado mucho sobre la historia de la Conquista del Desierto y las tropelías de los caciques indios como Pincén, Painé o Calfucurá. Es que cada vez que éstos cometían un malón, además de caballos y mujeres blancas llevaban consigo casi invariablemente platería y objetos valiosos que solían enterrar en sus campamentos, a salvo de las expediciones militares. Bien pudiera ser, entonces, que el dueño de La Primavera supiera que en su vasta propiedad existieron tolderías y que a través de sus conocimientos del terreno y un buen detector de metales procurase rescatar la bonanza.

Por entre la cortina gruesa asomó la cabeza de otra mujer, acaso más bella aún que la primera, de unos 35 años, que preguntó el patrón:

-Necesitás alguna cosa?; el hombre respondió con un cariñoso –No, gracias tesoro.

-¿Y por qué dice que la estancia era próspera y luego ocurrió una desgracia?, consultó Pedro mientras tomaba un trago de agua del vaso de cristal que le había arrimado el dueño de casa.

-Fíjese cómo cambian las cosas en la vida. En estas llanuras feraces de eterno verdor, irrigadas por las aguas del río pastaban hasta hace algunos años 20.000 ovejas, explicó el fornido.

-¿Corriedale?, inquirió Pedro, agregando: -Cruza de merinos Rambouillet con Leicester.

-Veo que realmente conoce el tema, Sí, los Corriedale neocelandeses son los que se dan mejor en estas pasturas duras, decía el hombre y prosiguió:

-En períodos de buena esquila no sabíamos qué hacer con la ganancia que obteníamos. Toda nuestra familia se pasaba medio año en París y en el Cap d’Antibes, en la Costa Azul, Biarritz y San Sebastián. Todo esto mucho antes de que Miami siquiera existiera, explicó el hombre.

-¿Y después qué pasó?, quiso saber nuestro viajero.

Antes de recibir una respuesta del dueño, se asomó al living otra bellísima mujer que Pedro estimaba en unos 25 años y le hacía recordar a Claudia Schiffer por lo que atisbaba, siempre muy de reojo:

-¿Qué te traigo?, dijo con voz aterciopelada.

-Nada por ahora, mi amor, respondió el hombre, y dirigiéndose a Pedro, intercaló:

-Perdón por ofrecerle nada más que agua. Pero con mi hermano, que además es mi socio, hace un tiempo nos convertimos en mormones. Renunciamos a la ingesta de toda clase de espirituosas o bebidas excitantes, aún de tabaco, pero la religión nos permite tener varias mujeres a la vez.

Y sin alterar el tono de su voz retomó:

-En la vida siempre hay un momento en que el diablo mete la cola. Un instante en que uno tiene de todo, pero quiere más. Así nos pasó a nosotros, y por un experimento en apariencia muy prometedor perdimos de un día para otro toda la hacienda lanar. Ahora mi única esperanza es descubrir uno de los fabulosos tapados de los indios, remató.

-¿Una peste?, quiso saber Pedro.

-No, peor. Porque si aflora una epidemia uno puede poner a salvo al resto de la majada apartándola de las bestias enfermas. Pero aquí fue como si una bomba de neutrones hubiera tronchado la vida de millares de carneros. Hasta donde alcanzaba la vista, una mañana vimos todas las ovejas tendidas en el suelo, muertas. Más de 20.000.

Pedro se tomó la cabeza con las dos manos por la impresión que le causó el patético relato de su anfitrión.

-Impresionante, sí, admitió el propietario de La Primavera. -Aquella mañana juré que si alguna vez hallaba al culpable de mi desgracia, lo mataría sin miramientos.

-¿Culpable de qué?, preguntó Pedro.

-Sucede que buscábamos cómo mejorar al rinde de la lana. Mi hermano, interesado en el tema, fue a consultar en la Secretaría de Ganadería y Pesca y en la Facultad de Agronomía y Veterinaria en Buenos Aires si por ahí existía algún recurso para incrementar el crecimiento del vellón.

Pedro se reacomodó en el sillón antes de insistir con cierta ansiedad:

-¿Concretamente que pasó?

-Sucede, fue la contestación -que en la biblioteca especializada de la Secretaría mi hermano halló un estudio muy interesante: si uno suministra a los ovinos cierta hormona, el crecimiento de la lana se acelera y el rendimiento se duplica.

Pedro se comenzaba a poner pálido mientras tragaba saliva para humedecer la garganta que se le estaba secando. Su enfrente nada advertía de esta reacción. Afuera se largó un fuerte aguacero. El capó de la Toyota había quedado abierto para que el motor se enfriara, cosa que ahora resultaba providencial porque el agua que entraba en el vano motor lavaba el barro del radiador, limpiándolo.

El hacendado continuó:

-Mi hermano transcribió la fórmula cuidadosamente. En una droguería porteña consiguió y compró las dosis de Hormonal Epsilón necesarias para la operación. Volvió a La Primavera, y tras leer con cuidado las indicaciones y contraindicaciones del específico, preparamos la medicación en la proporción indicada y se la suministramos a la hacienda. Supuestamente, en tres meses tendríamos la primera esquila abundosa. Pero hete aquí que a los tres días todas las ovejas yacían muertas en los potreros. Se imagina nuestra desesperación: perder de un día para otro nuestra fortuna. Pero tengo tomada la decisión de perseguir y matar al culpable como sea y donde sea, prosiguió. -Por suerte pude averiguar el nombre del autor de aquél informe, que en rigor era la tesis de doctorado de un candidato a médico veterinario que, como resultó ser después, contenía un pequeño pero grave error porque en vez de indicar 10 miligramos de hormonas por litro, decía 100. Una irresponsabilidad total, aunque cuando después volvimos a consultar en Buenos Aires el dossier, en una errata adosada al final constaba el yerro. Empero, mi hermano no lo había advertido. El asunto es que por esta sobredósis los animales estiraron la pata. El autor de aquélla tésis es un tal Pedro Gutovnik. Hasta ahora no pude dar con el tipo porque viaja mucho, pero el desgraciado desde ya es boleta.

Nuestro protagonista se levantó, diciendo:

-Creo que me voy. El motor se enfrió y la lluvia lavó el radiador, dijo Pedro con voz ronca.

-Pero , amigazo, ¡no se vaya con este tiempo!, dijo el anfitrión en tono de ligero reproche, hasta con preocupación. Fijó su mirada casi por accidente en la hermosa hebilla de plata y oro del cinturón de cuero con que Pedro se estaba ajustando el pantalón. Rodeado por una especie de corona de laureles relucían las letras PG.

En señalando el cinturón, el dueño de La Primavera dijo: -PG. ¡Qué curioso! Podría ser Pablo García. Pero podría... ser... también... Pedro Gutovnik, el culpable de mi desgracia. Usted a todo esto, ¿cómo se llama?

Pedro dio un paso atrás, su cara blanca como un papel, su mano temblando.

-Usted, señor, ¿cómo se llama?, insistió el dueño de casa levantando su voz.

Pedro no contestó mientras febrilmente pensaba en un nombre que empezara con una P, y un apellido que tuviere como inicial una G.

-¿Me quiere decir cuál es su nombre de pila y el patronímico?, vociferó ahora el dueño mientras Pedro retrocedía en procura de la puerta.

Con la mano derecha el hombre sujetó a Pedro del cinturón con la hebilla delatora mientras con la izquierda trató de manotear una escopeta calibre 12 grande que colgaba en la pared.

Empujando a su anfitrión para liberarse, Pedro giró y alcanzó la puerta, y de ahí con dos saltos grandes como de canguro, en medio del aguacero, llegó a la chata.

Giró la llave. Como por milagro, el motor arrancó al instante. Pedro puso primera y aceleró. Mientras se alejaba en medio de la oscuridad y la lluvia oyó el estampido de un escopetazo, aunque ninguno de los perdigones dio por suerte en el blanco. La luz de la temperatura no volvió a encenderse y Pedro comenzó a peludear en el barro para ganar cuanto antes la Ruta Provincial 14 que lo llevaría a Paso de los Algarrobos y por último a Toay y a Santa Rosa. Pero decidió continuar sin parar hasta Buenos Aires; por las dudas.

F.B. KIRBUS                  

 

FIN

La trilogía comienza en: TRILOGÍA III; Pedro y el almirante Canaris.