Así lo hicimos y, por increible que parezca, nuestra osadía fue premiada por la Pachamama que nos dejó entrar a otro de sus rincones secretos.
Hallamos una quebrada escondida a la que llegamos favorecidos por el bajo nivel de la laguna, por donde, con muchísimo esfuerzo las camionetas pudieron tomar altura sobre la costa Este, por arriba de los acantilados.
La superficie, de polvo muy blando, cubierto por una fina capa de ceniza volcánica, cedía al paso de las camionetas hundiéndose estas más de 10 cm, lo que generaba un andar penoso y pesado que hacía subir peligrosamente la temperatura de los radiadores.
Lamentablemente marcábamos una huella casi imborrable en aquella superficie y sufríamos por ello ya que no nos gusta en absoluto modificar los paisajes que visitamos, pero era la única manera de llegar a esos lugares.
No marcábamos nuevas huellas al lado de una existente, abríamos una huella por donde otros pasarán para llegar donde llegamos.
Aldo tenía la precaución de pisar exactamente donde habíamos pisado nosotros, cosa de hacer una sóla y única marca en el terreno y no arruinar ese hermoso entorno.
No estábamos allí para probar nuestras camionetas o demostrar su poderío, sino para conocer.