Al llegar me ubicaron en un cuarto compartido con calefacción, donde pude descansar y sosegarme del viaje, largo para mí, que me acerco al nuevo lugar de trabajo, tan distante de todo en esa época, como era El Yacimiento Los Andes o Mina Casualidad como más se lo conoce.
Al otro día me presenté en la oficina de personal (que ahora se llamaría recursos humanos) de donde con un ordenanza me enviaron al Hospital para una revisión médica, me asignaron alojamiento, espacio en el comedor y después el lugar de trabajo.
Todo quedaba a doscientos metros de todo, así que en quince o veinte minutos uno podía ir del trabajo al comedor, de la casa al trabajo o al hospital o a cualquier lugar. Las distancias eran cortas pero el viento era fuerte, y sobre todo largo, porque nunca se cortaba.
Aprendí rápido que debía caminar mirando abajo, y proteger los ojos, del polvillo que traía el viento.
Así sin darme cuenta, al cabo de una semana estaba adaptado y sin problemas con mi nueva residencia. La altura no me afecto para nada en lo que hacia, y en lo laboral me integré perfectamente como capataz en los servicios de energía eléctrica.
En lo social menos problemas tenía, porque estábamos en tiempos en que los conjuntos folclóricos hacían brotar un malón de guitarras argentinas, como decía Jaime Dávalos. Y en el campamento no faltaban guitarreros, que convocaban noche a noche a los amantes del canto y las charlas animadas, que se da siempre en los descansos regulares del hombre solo, que siente el desarraigo y la lejanía del hogar.
Las once de la noche ya era tarde, así que la actividad cantoral se interrumpía, porque la obligación se imponía; estábamos para trabajar todos los días, no para cantar en las noches.
Los dormitorios de solteros estaban agrupados y exigían silencio, y la norma se respetaba a rajatabla, siempre.
Se daba también en la nocturnidad otra actividad menos ruidosa, más disimulada, bastante silenciada que era la lúdica; en donde una vez por semana los aficionados al cubilete, extendían la manta y tiraban los dados suavemente. Nunca se elevaba el tono en las discusiones, todo desacuerdo terminaba de manera amigable y justa, como si estuvieran escuchando al Rey Salomón, la ubicación del Garito era cambiada semana a semana, nadie tenía la concesión. Todo como consecuencia de que el juego estaba prohibido.
Al respecto quiero comentar que en el campamento, además de regir las leyes de la Constitución, las normas de convivencia las establecía el reglamento para el personal civil de las Fuerzas Armadas, todo lo lícito estaba permitido, menos los excesos.
Se podía beber vino, pero no emborracharse, podías pedir plata pero no estafar, el juego de hecho no estaba permitido.
Era sabido que los transgresores no tenían cabida y duraban poco; no había delegados gremiales ni fogononeadores de la disconformidad. La cuestión era sencilla; o aceptaba las reglas y se quedaba, o se iba si disentía.
Se producía mucho recambio del personal, sobre todo entre la gente joven con estudios secundarios y dedicados a tareas administrativas. El cambio de hábitos de vida, entre el campamento y la ciudad era muy grande y lo sufríamos bastante. Sin embargo la planta de obreros, dedicados en forma exclusivaa la extracción y producción del azufre, era más estable y solo tenían el movimiento normal que se daba en cualquier otro establecimiento.
Una de las funciones clásicas que cumplían los muchachos que venían de la ciudad de Salta, era la de tarjador; que consistía en hacer la planilla diaria y mensual para la cuadrilla de obreros, donde figuraban las horas trabajadas, si eran simples o extras, qué material uso, en cuál lugar y para qué, etc...
Eran responsables además de confeccionar los vales del material requerido para el trabajo. Siempre fue costumbre de nuestro ejercito, el llevar hora a hora y día a día el control de su personal y sus activos fijos y de consumo.De esta manera se podía saber dónde estaban los 10 tornillos comprados en tal fecha, y cuantas barritas de azufre se hicieron en la antedicha fecha.
Todos los muchachos eran de mi edad, así que siempre hubo buena onda. No quiero dejar de nombrarlos con mucha nostalgia, al "Nene" Lindaker, con raíces en el crucero alemán que hundieran en el Río de la Plata, al "Cabra" Gambarte a quien nunca lo volví a ver a pesar que lo busqué. Al "Guitarrero" Acosta, que cantaba como nadie Chaya de la Soledad. A "Suyito", que era activo y menudo como indicaba su apodo.
El más pintoresco tarjador que conocí era el Ricardo Odorisio,salteño acabao, siempre andaba recitando versos y contando historias de Salta. Usaba botas corrugadas, bombacha, chaqueta, pañuelo al cuello, sombrero de fieltro aludo y poncho colorao. Gran tomador de mate. Según el acostumbraba a matear cuando todavía era oscuro y dejaba cuando aparecía el sol, pero ahí el sol aparece tarde y se esconde antes que abajo.
A propósito quiero recordar que el "mate cebado", no es algo habitual en gente de la Puna, como pude comprobar después, en mi permanencia posterior en la cordillera.
Así fue como un día, de repente, llevado por no sé qué urgencia, el Ricardo Odorisio partió y se fue dejando el recuerdo de su gaucha salteñidad. Como treinta años después lo encontré en La Banda, mi pueblo, esta vez con una agencia de venta de autos usados, pero así como vino y se instaló, rápidamente también se perdió.
Otra persona con quien me llevaba muy bien era un italiano que casi me doblaba en edad, el "gringo" Saboneti, rubio con ojos azules, menudo, con diente de oro y sólida formación europea, no muy ilustrado pero gran trabajador, hizo docencia en su oficio de cañista y plomero entre el personal del campamento . Le gustaba escuchar marchas militares alemanas, y se molestaba mucho cuando alguien le pedía unos dólares prestados; porque resulta que un día (antes de mi llegada), Saboneti resolvió dejar La Casualidad para viajar a Norteamérica, total era soltero y no tenía ataduras, así que se fue, previa despedida por supuesto.Decían, que no habían pasado dos meses cuando el gringo apareció de vuelta para quedarse otra vez, con no se que historia sobre el intento frustrado, y desde entonces, los que querían mortificarlo le pedían siempre; que les preste unos dólares.
Un compinche al que nunca más pude encontrar fue al Polaco Teseyra, salteño y muy apasionado por el montañismo, era admirador de un chileno; Alonso, al que no conocí, este hombre al que siempre recordaba, había escalado o intentado escalar el LLullaillaco, en los primeros años de la década del cincuenta.
Con el Polaco recorrimos juntos en esos tiempos, los cerros y cañadones que están al oeste del Campamento, guardo fotos de esas caminatas, pero el no aparece en ninguna.
Algo que siempre me atemorizaba era el miedo a enfermarme, un simple resfrío bastaba para seguir con una congestión pulmonar, que solo terminaba después de una larga batería de inyecciones.
Por suerte los siete meses de permanencia ininterrumpida que me toco vivir durante esa temporada, logre superarlos sin problemas de salud, otros no fueron tan afortunados.
La regla que debía cumplirse siempre, era el salir abrigado, con gorro, y alimentarse correctamente. Esto era fundamental para los advenedizos de la cordillera si querían estar alejados del hospital. En ese entonces este era atendido por dos profesionales que se turnaban cada quince días, los dos eran cordobeses, el Dr. Sacheta y el Dr. Baldarena que era oriundo de Villa Dolores; de ellos así como de su entrega y profesionalidad, solo tengo gratos recuerdos.
De esta manera transcurrían las semanas y los meses, los fríos fuertes quedaban atrás, pero el viento nunca se iba. Tenía y tiene horarios de los que rara vez se apartaba, pero ya no puedo precisarlos por la lejanía en el tiempo.
También el recuerdo, la nostalgia, la ausencia del hogar y de los seres queridos, era una constante que siempre daba vueltas entre los que estábamos solos, aunque unidos en una amistad deseada yforzada por las circunstancias.
Pero no estábamos abatidos, muy por el contrario, en las horas de descanso siempre vivíamos atentos al relato picaresco o a la broma permanente, que se daba siempre alrededor del canto coral.
Una vez un picarito del grupo, tuvo el antojo de hacerle una broma cruel a un muchacho que regularmente respondía las cartas que su novia enviaba por correo.
Como la comunicación del Yacimiento con las oficinas de la ciudad, se hacia por radiogramas oficiales en ambos sentidos, el bromista consiguió un formulario sin usar y le puso; "Estimado fulano de tal: Como las circunstancias lo exigen, me veo obligada a decirte que nuestra relación no puede continuar, pues he comprendido que no eres el hombre de mi vida. Disculpa la franqueza. Firmado: la novia".
El radiograma se lo entregó como a las dos de la tarde del sábado, un ordenanza inocente de la picardía del que lo enviaba. Como hasta el lunesno se podía consultar en las oficinas, porque después de las doce ya no atendían, el chango creyó el cuento y se enojó una barbaridad. Lo primero que hizo fue ponerse a decir cualquier cosa de la novia. Se puso a contar que ya andaba desconfiando, que le iba a quitar la mantelería, el juego de dormitorio que había comprado y así enumeraba lo que seria su represalia, hasta que uno que vio el radiograma y le dijo; mira esto está escrito a máquina pero no tiene código ni sello oficial, no es más que una broma de mal gusto que te han hecho.
Así de esta manera terminó el asunto, sin mas consecuencias que la aflicción pasajera, de quien honestamente da por cierta la mentira urdida por changos, que solo buscaban reírse como sea.
Otra situación risueña me tocó presenciar ya casi en el último mes del año. Resulta que para esa época compartía pieza con un porteño de profesión topógrafo, venido de Fabricaciones Buenos Aires para hacer mediciones en Mina Julia, y era llevado todas las mañanas a la mina, volviendo siempre como a las tres de la tarde. Las habitaciones de solteros estaban en barracones de madera, bien arriostrados, con baños compartidos, provistos de agua dulce que usábamos para el consumo. Los dormitorios siempre tenían una mesa para poner la yerba el mate, un calentador, la radio y cualquier otra cosa.
Unos días antes de Navidad corrió la noticia de que se iba a cortar el agua dulce y se mandaría por las cañerías agua salada para los sanitarios, no sé porque causa, y que el agua para cocinar y beber, se repartiría con un camión tanque, cosa que así se hizo durante una semana.
Todo el mundo consiguió una olla obotella para tomar agua cuando sienta necesidad, en el día, o durante la noche. Al respecto quiero acotar que la extrema sequedad del aire de la puna nos obliga y apura en la ingesta de agua, si no lo hacemos podemos terminar hechos charqui (carne deshidratada).
Así fue como mi compañero de pieza consiguió un tacho metálico de veinte litros, que ubicó bajo la mesa, de donde sacaba agua con un jarro y cargaba la pava para matear cuando volvía de la mina.
Al cuarto o quinto día, de hacer lo mismo, sintió que el jarro toco algo que flotaba y corriendo la mesa, encontró un pericote hinchado, flotando en el agua del tacho.
Se acordó ahí nomas que había tomado agua un rato antes y afligido y desesperado se fue al hospital donde lograron calmarlo no sé cómo. Yo también había tomado agua del tacho el día anterior al hallazgo, y no me afecto mucho porque recordaba que en mi Provincia, mucha gente se veía obligada a sobrevivir con agua de represa, y como dice el refrán, eso me sirvió de consuelo.
El porteño vivía hablando de los cines de la calle Lavalle, veníamos de geografías distintas, y por supuesto no reaccionamos igual. Nunca más en mi posterior estadía en ese campamento, logre encontrar un ratón.